La distancia real

Tuvo que morir un año para que tú y yo ocupáramos por un momento el mismo metro cuadrado. Nacía también, claro, otro año, pero no fue lo único. Ahí, en la noche, de vestidos de gala, con las calles llenas de gente, humo, alcohol, música y celebraciones, nos cruzamos; dos personas que en ningún otro momento habrían llegado a cruzarse. O verse.

Describirlo sería mentir ya que la memoria falla y decora o altera, pero sé que hubo ojos, sonrisa, palabras y tu nombre anotado en mi memoria y también en mi teléfono para no dejar en manos del destino, la noche o el alcohol la posibilidad de encontrarte de nuevo.

Y el tiempo se paró, para mí, en aquel metro cuadrado. Ni música, ni ruido, ni gente. Sentí ese instante así, aunque igual en realidad fue fugaz. Pero, por cómo lo viví, atrapado por tu existencia, se me hizo corto solo porque quería más. Más segundos en tu voz y tu mirada y tu belleza y la sonrisa en el sonido de tu voz. Más minutos cerca de ti. Más horas para compartir. Más. Y todo, en realidad.

Pero tú debías seguir calle abajo y yo volver adentro. La noche debía seguir y nosotros con ella.

Tal vez burlé al destino o tal vez fue como tenía que ser, pero yo me alegré de haber guardado tu nombre. Y gracias a eso apareciste de nuevo a la mañana siguiente, virtual esta vez, con un sombrero que tapaba tus ojos del sol (y de mí). Unas palabras. No lo había soñado y no había sido todo solo impresión mía. Pocos días y llegó la distancia pero no el olvido. Continuó llegándome tu voz. Me alcanzaba tu mirada aún con un par de miles de kilómetros entre los dos. Me sentí abrazado en momentos en que me creí perdido. Me sentí entendido cuando las dudas me ahogaban. Me sentí atraído de vuelta a mi vida. Y a ti.

Y volví.

Pero no.

No fue lo que pensaba. No fue lo que creía que iba a ser. No lo que con tantas ganas deseaba. Fue lo que tenía que ser en realidad, claro: se hizo real. Ya no había miles de kilómetros, pero fue entonces cuando nos asaltó la distancia real; el tiempo que nos separaba.

Aquella noche en la que murió un año yo empecé a renacer, como el árbol que es solo ritidoma y raíces y, aún así, consigue brotar hojas nuevas cuando lo acaricia la primavera. Y, aunque a esa primavera no la siguiera ningún verano sino el frío de aceptar que no seríamos, sigue en mí cierta savia que se niega a renunciar. Y broto cuando algo en tu camino te acerca al mío, agradecido por tu existencia, por lo que me has alcanzado.

Estoy agradecido por aquel metro cuadrado que una vez compartimos, por las gotas de tu presencia que aún a veces me llegan, por el cambio que propiciaste en mis raíces.

Agradecido y dividido, como ese árbol que he descrito, entre la necesidad de tomar como certeza que no seremos y la realidad de sentir que ni kilómetros ni años son en realidad motivo para no estar más cerca. Compartir camino en adelante o cruzar raíces lentamente; o, siendo ya prosaico y desnudo de metáforas, cogernos las manos y dejar que conversen nuestros labios mientras el atardecer nos alcanza al ritmo de la brisa que trae el olor de los tulipanes que plantaste y llenamos un mismo metro cuadrado con todas nuestras vidas.

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