Claudia

Siempre de blanco. Le encantaba ese color y cualquiera podría decir que iba con su carácter: dulce y educada, amable y respetuosa, inteligente y clara. Su madre, viuda desde poco después de que naciera, tenía los ojos siempre llenos de amor. Mientras sus compañeros de […]

Read more

Vida

Máscara de chocolate

Cuando te conocí no pude sino sentirme atraído por ese misterio tuyo.

Cuando te tuve, probé tu dulzura y me llené de ti; nunca saciado, siempre hambriento de más.

Pero cayó la máscara con que ocultabas tu carácter amargo, murió el carnaval de nuestras noches entre sábanas que usamos a modo de bambalinas entre las que nuestras emociones jugaron a esconderse.

Quedaste tú, rostro descubierto, y supe que el juego de máscaras siempre había sido un baile con la muerte.

To let go…

Era un domingo. Y fuimos de paseo, mi padre y yo. Recuerdo el aire todavía fresco por ser apenas principio de primavera y que mi padre llevaba una chaqueta marrón.

Entonces pasamos al lado de aquel puesto que vendía globos. Las otras veces que habíamos paseado por allí, mi padre nunca había accedido a comprarme uno, pero eso no me hizo dejar de intentarlo una vez. Para mi sorpresa, aquel domingo apenas sin insistir ni hacer ningún numerito, mi padre se acercó al hombre de los globos, me preguntó cual quería y luego cogió el cordel y lo puso en mi mano.

Recuerdo mi alegría. Paseaba orgulloso, cogiendo con una mano la mano de mi padre y en la otra aquel globo, tan colorido, volando a mi lado. Recuerdo sus colores vivos, cerca de mi cara, y poco más, ni siquiera las calles. Era como si aquella forma casi etérea atrapara toda mi atención y mi ilusión: no veía nada más.

Sin embargo, al salir de una bocacalle una corriente de aire arrancó el globo de mi mano confiada. Recuerdo aún la sensación del cordel resbalando por entre mis dedos sin yo poder evitarlo. La congoja me atrapó irremediablemente cuando vi que mi padre intentaba en vano alcanzarlo… y rompí a llorar, sollozos sonoros, profundos. Aquella felicidad se transformó en una sensación desoladora.

Mi padre se agachó a mi lado, me apartó las manitas de los ojos y me limpió la cara con las suyas. Me dijo, mira. Y giró mi cara en la dirección en la que el globo volaba alejándose de mi.

– ¿Qué ves?

– Mi globo, se va.

– ¿Y qué más?

– Nada -dije entre sorbos de mocos.

– ¿Estás seguro? Mira bien. Mira como ahora el globo brilla más. Mira como sus colores ahora son más bonitos. Fíjate, puedes ver la bahía. Se abre azul, las montanas al fondo, con su verde cortando el también azul del cielo. Y tu globo está ahí, tu globo vuela ¡y es libre para disfrutar de todo eso!

– Pero no lo tengo -respondí intentando hacerle entender mi desesperación.

– No lo tienes, pero antes el globo solo podía estar muy cerca de ti. Sólo podía verte a ti y las paredes de ladrillo de esos edificios que hemos pasado. Ahora esta ahí arriba, y todavía puede verte; igual que tu todavía lo puedes ver -ahora el globo hacía piruetas con el viento, como jugando a llamar mi atención, o eso me pareció-. Así que abre bien los ojos y disfruta: tu globo se aleja de ti, pero se va para ser más feliz. Y tú tienes que ser feliz porque ahora lo que él tiene es mejor y más de lo que tenía estando contigo.

 Mis ojos siguieron en silencio el viaje de aquel globo hasta que, después de ser un minúsculo punto negro contra el blanco de una nube, desapareció.

– ¿Y qué pasa ahora? -pregunté curioso, más que triste.

– No podemos saberlo. Sólo confiar en que su viaje esté lleno de bonitas experiencias -respondió mi padre tomándome la mano y haciéndome continuar el paseo. No hablamos más durante el resto del trayecto hasta el hospital. Pero mi padre me agarró por el hombro cuando llegamos al lado de la cama donde mi abuelo estaba. Me besó la cabeza y me dijo:

– Piensa en el globo.

– ¿Por qué?

– Porque lo mismo pasa ahora con mi padre, tu abuelo. Vamos ver cómo se va y vamos a ser felices por eso, ¿vale?

– Vale – dije con decisión, afirmando con la cabeza. Apreté la mano de mi padre y me senté sobre sus piernas. Me abrazó y esperamos. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí, pero sé que no hablamos y entonces, en algún momento, mi padre me dijo: ya está, vámonos.

Tu estrella en mi boca

Tengo tu estrella en mi boca. Y siento como al contacto de mi lengua se deshace y pinta mis labios.

Te tengo ahí y su sabor ya me invade. Cierro los ojos y me dejo llenar por el aroma y la textura.

Tengo tu estrella en mi boca y es como tenerte a ti entera y cubrirte de besos, lamerte de pies a cabeza, sentirte mía y entregarme a ti.

Se deshace pero se extiende sobre mi lengua, cada vez menos fuera y más y más dentro de mí, nutriéndome de ti y de lo que eres mientras mis ojos sigan cerrados.

Es un recuerdo que eras y ahora tengo en mí. Es un presente que me sacia pero me hace ansiar el futuro. Ya voy.

piruletas_de_chocolate_ampliacion

Todo encaja

 

Todo encaja. Pero no.

Dos piezas que colocas juntas, parece que encajan, parece que forman el mismo dibujo, parece que así tienen que estar. Pero no. Resulta que no. Encajan, sí. Pero no, no funciona así.

Y lo curioso es que ni una ni otra pieza pueden cambiar de forma. Ni una ni otra pueden adaptarse a la contraria. Simplemente encajan pero no.

Y están ahí, juntas. Bien, aparentemente en armonía, hasta que el resto del puzzle se compone y resulta que hay en otra parte un hueco para una de ellas. Y en este momento de separar las dos piezas que encajan pero no van juntas estamos tú y yo. Juntos y sabiendo que un hueco de vacío va a quedar pronto a nuestro lado.

Y no importa quien no encaja en realidad en quien. Y no importa quien encuentra antes ese hueco que le espera y donde de verdad va a estar. No importa eso porque eso es lo que pasa después de fragmentarse de nuevo. Eso, todo eso, pasa ya después de volver a ser 2 y no 1, parte y no todo. Una parte que resulta ahora, sin la otra, tan insignificante que se siente como nada, como un vacío que se suma al vacío dejado por la partida de la otra mitad.

Imagina un puzzle al que al quitarle una pieza todo el resto comienza a desmoronarse y caer por una espiral de vacío oscuro. Si puedes ver esa espiral negra que engulle aquella belleza de la que formamos parte otro tiempo, entonces puedes verme.

Pero ya no.

Aquí

Aquí a mi lado

¿Quién eres? ¿Por qué entras así en mis sueños y escondes tu cara? ¿De dónde vienes? Te tengo, te siento. Estás. Y todavía no sé casi nada de ti, apenas unas palabras susurradas en la noche… Apenas una caricia tan breve que no puedo saber si ha sido intencionada o sólo un accidente.

Pero estás. Aquí. Puedo sentirte a mi lado porque siento mi costado tibio, mi mano derecha caliente mientras la fría se esconde del frío en mi bolsillo. Estás porque no me siento solo. Estás y lo sé aunque no puedo verte.

Y a veces simplemente me dejo llevar y disfruto de esta sensación. Otras, sin embargo, me corroen las dudas y el miedo a perderte: no sé qué podría hacer para retenerte. Si no te conozco ¿cómo hacer lo que debo hacer para gustarte? ¿Cómo elegir qué es lo correcto? ¿Cómo, si no sé nada de ti en realidad?

Pero cuando las dudas parecen ahogarme y el miedo se siente como un bloque de cemento que me hunde, resulta que precisamente tú me salvas. Y de una manera sorprendente: vuelvo a sentirte a mi lado y me doy cuenta de la clave. Descubro la solución a mi incertidumbre.

Es casi tan simple que me hace reír. Gracias. Estás aquí, a mi lado y me proteges y me cuidas, me das calor y me animas, me sacas de la cama por la mañana y me arropas por la noche. Estás aquí y no debo tener miedo: estás porque quieres estar, porque soy como soy y soy tal como soy. Porque así es como esperas que sea. Porque, sencillamente, sólo debo seguir siendo yo para tenerte, sin cambiar, sin imposiciones, sin prohibiciones ni súplicas.

Te siento. Soñando y despierto. Te espero, sin cambiar, con la mano siempre abierta y el corazón dispuesto a aceptarme para ser tuyo.

Un café tras 10 años

Hace poco que he empezado a beber café. Y me alegro de haber adoptado esta nueva costumbre: ahora sé lo que significa quedar para tomar un café. O tal vez simplemente sea que me alegro de tener una buena excusa para estar aquí, frente a ti, con dos tazas entre nosotros, vapor como tenue cortina que se va igual que se va, con cada minuto que pasamos aquí, todo este tiempo que ha pasado sin vernos.

¿Cuántos años han sido? ¿10? Puede ser. Y resulta que aquí estamos. Me hablas y, lo juro, te escucho. Pero también te miro. Te miro a los ojos y no es por simple cortesía. No. Te miro porque en ellos sigues siendo la misma de hace tanto tiempo. Veo tu simpatía, tu cariño, tu confianza. Veo todas esas cosas que sentía y que me alegro tanto de comprobar que siguen ahí. Miro algo más cuando apartas tu mirada, lo reconozco, pero me regalas media sonrisa al descubrir que mis ojos han bajado un poco. Y ya no apartas tus ojos de los míos, me absorbes.

Bajas la taza después de dar un sorbo y ahí está tu sonrisa. Una sonrisa que invita a sonreír contigo, con tus pómulos un poco sonrojados, redondos y dulces. Unos labios que forman un leve valle en el que quiero sumergir mis besos. Un deseo moderado por la madurez que ahora tenemos, pero un deseo que está aquí, al fin y al cabo. Nos alegramos de vernos. Nos alegramos de poder pasar este tiempo juntos.

Tu voz, sin embargo y a pesar de mantener ese tono tuyo, un poco agudo y suave, tiene ciertas sombras grises. Y la conversación, entonces, se va dirigiendo a esa zona oscura que sólo estás empezando a dejarme entrever. Pero sé que vamos a hablar de ello, siempre he tenido tu confianza, siempre me has ofrecido esta felicidad de saber que cuentas conmigo y me abres tu corazón.

Y a tus palabras llegan los miedos y dudas que ahora te atormentan. Deudas con el pasado, vida no vivida a cambio de crecer antes que los demás. Episodios de una serie no emitida, capítulos de un libro descartados antes de editarlo. Y te entiendo, te entiendo muy bien. En algún momento de mi vida he pasado por lo mismo que tú, así que sé de qué me hablas y sé un poco por lo que estás pasando.

Amiga, te digo, para pescar hay que mojarse. Pero piensa que el pez que ha escapado con la corriente es el pez que ya no vas a coger. A veces me salen metáforas sin querer. Lo que quiero decir es que ya no vas a tener los juegos de beber a los que jugamos los demás. Ya no vas a tener esas noches, esa música, esa ropa y tampoco vas a saber qué es eso de esperar a los lentos en la discoteca para poder dejarte abrazar y besar al chico que te gusta. Ya no.

Tuerces un poco el gesto y me dan ganas de tomarte las manos. Lo hago. Piel suave, como la recordaba. Relajas tu expresión. Me miras pidiendo más palabras, pero palabras que te devuelvan la sonrisa. No sé si voy a poder, pero te diré lo que pienso. Te seré sincero como siempre he sido: vive. Vive lo que tienes o vive lo que quieres. Acepta que algo has perdido; pero lo has perdido a cambio de ganar esto que tienes ahora y que te hace feliz.

No suelto tus manos.

No dejo de mirarte.

Aún no sonríes.

El café que queda se va enfriando.

Me levanto y me siento a tu lado. Paso mi brazo por detrás de tu espalda y apoyas tu cabeza en mi hombro. El silencio es cómodo. El calor de estar juntos relaja. Soy consciente de que existe el resto del mundo sólo porque veo algunas sombras moverse, pasar por delante de nosotros. Beso tu cabeza. Acaricio tus hombros. Huelo tu pelo.

Amiga, me alegro de estar aquí contigo después de tanto tiempo. Me alegro de volver a tu vida. Me alegro. Amiga, sonríe. Te hago cosquillas en el cuello y tus labios estallan en una risa que rompe el tiempo.

Amiga, estoy y ya no me voy. Te ayudaré a abrir las puertas que quieras abrir y a cerrar los armarios en los que se esconden las sombras que te asustan. Cuenta conmigo y confía en lo que digo igual que confías en lo que soy: vas a sonreír. Lo sé. Es así. Y sé que juntos vamos a descubrir cómo.

Mirada. Abrazo. Besos. Me regalas una sonrisa más y te abrazo para evitar el impulso de darte un beso que a los dos nos gustaría pero que no sería adecuado en estas circunstancias.

Hablaremos. Te escribiré. Escribiré sobre ti.

Hasta pronto.

Adiós en tono amarillo

Secó el sudor de su frente y miró al horizonte, donde el sol iniciaba su viaje al otro lado, dejando la playa cubierta por un brillo dorado. Tenía el gesto amargo que tenemos aquellos que escapamos de las despedidas como la sombra escapa al sol de mediodía en un campo de trigo.
 
A su espalda, el otoño llegaba y una brisa un poco histérica intentaba, sin éxito, sacudir a soplidos las hojas caducas. En su cara, resbalaban lágrimas doradas por el reflejo de la luz. En su garganta se ahogaba un grito agrio. En su corazón un rescoldo trataba de no morir ahoga. Y en el mar, la línea del horizonte sacaba su lengua de sol para engullir el barco en que ella iba ya, margarita sin pétalos, desnuda de aquellos silencios ardientes como el desierto.

No voy a mentir

dormir juntos

Leo (y has leído) muchas veces textos y poemas donde alguien mira a su amada o amado mientras duerme. Es bonito. Incluso me gusta.

Pero no voy a mentir: yo no te miro. No. Yo me quedo dormido.

Me duermo casi al tumbarme en la cama, casi, pero no antes de alargar mis brazos y rodearte con ellos. Me duermo, sí (y lo sabes porque, aunque me das la espalda, oyes cómo ronco). Es cierto ¿para qué negarlo?

Pero lo que, creo, importa es que me duermo con una sonrisa. Me duermo tranquilo, confiado, seguro. Me duermo sintiéndome fuerte y protector: estás en mis brazos, te sientes segura, tranquila, relajada y querida. A veces te duermes antes que yo (a veces significa, en realidad y ya que estoy siendo sincero, casi nunca) y te miro, sí. O acaricio tu vientre y tu pecho muy suave hasta que el sueño me vence. O siento esos pequeños espasmos del sueño, en tus manos y tus pies (fríos).

Me duermo pero no sin antes besarte la frente, dejarte mi sonrisa en los ojos y llevarme la tuya a mis sueños.

No voy a mentir: no he pasado la noche en vela guardando tu sueño. Pero he pasado muchas veces la noche dormido porque estaba contigo, gracias a ti, con el ritmo de tu respiración marcando el paso de mis sueños y la ilusión de saber que por la mañana, a pesar de que esos rayos de sol que entran por la ventana en realidad me matan (y no son «dulces caricias» ni nada así, ya he dicho que no voy a mentir) y me hacen protestar y taparme con la almohada…

La ilusión, digo, de saber que si abro los ojos estás ahí. Que si me muevo sentiré tu cuerpo.

O no, pero entonces lo que sentiré será el olor del desayuno que preparas. Y el día ya empezará a valer la pena, esperando que termine para volver a esta cama, a ti, a dormirme contigo.

Lloraba como un niño

Lloraba como un niño. Mojaba su pecho con mis lágrimas y sentía sus caricias en mi pelo y por mi espalda, intentando calmarme. Lloraba ella también.

Las palabras habían salido de mí lentas, desgarrándome por dentro. Confesé dudas, miedos, confesé infidelidades y estallé en lágrimas. Y ella me estaba consolando a mí.

Escrito originalmente el 4-7-2005