To let go…
Era un domingo. Y fuimos de paseo, mi padre y yo. Recuerdo el aire todavía fresco por ser apenas principio de primavera y que mi padre llevaba una chaqueta marrón.
Entonces pasamos al lado de aquel puesto que vendía globos. Las otras veces que habíamos paseado por allí, mi padre nunca había accedido a comprarme uno, pero eso no me hizo dejar de intentarlo una vez. Para mi sorpresa, aquel domingo apenas sin insistir ni hacer ningún numerito, mi padre se acercó al hombre de los globos, me preguntó cual quería y luego cogió el cordel y lo puso en mi mano.
Recuerdo mi alegría. Paseaba orgulloso, cogiendo con una mano la mano de mi padre y en la otra aquel globo, tan colorido, volando a mi lado. Recuerdo sus colores vivos, cerca de mi cara, y poco más, ni siquiera las calles. Era como si aquella forma casi etérea atrapara toda mi atención y mi ilusión: no veía nada más.
Sin embargo, al salir de una bocacalle una corriente de aire arrancó el globo de mi mano confiada. Recuerdo aún la sensación del cordel resbalando por entre mis dedos sin yo poder evitarlo. La congoja me atrapó irremediablemente cuando vi que mi padre intentaba en vano alcanzarlo… y rompí a llorar, sollozos sonoros, profundos. Aquella felicidad se transformó en una sensación desoladora.
Mi padre se agachó a mi lado, me apartó las manitas de los ojos y me limpió la cara con las suyas. Me dijo, mira. Y giró mi cara en la dirección en la que el globo volaba alejándose de mi.
– ¿Qué ves?
– Mi globo, se va.
– ¿Y qué más?
– Nada -dije entre sorbos de mocos.
– ¿Estás seguro? Mira bien. Mira como ahora el globo brilla más. Mira como sus colores ahora son más bonitos. Fíjate, puedes ver la bahía. Se abre azul, las montanas al fondo, con su verde cortando el también azul del cielo. Y tu globo está ahí, tu globo vuela ¡y es libre para disfrutar de todo eso!
– Pero no lo tengo -respondí intentando hacerle entender mi desesperación.
– No lo tienes, pero antes el globo solo podía estar muy cerca de ti. Sólo podía verte a ti y las paredes de ladrillo de esos edificios que hemos pasado. Ahora esta ahí arriba, y todavía puede verte; igual que tu todavía lo puedes ver -ahora el globo hacía piruetas con el viento, como jugando a llamar mi atención, o eso me pareció-. Así que abre bien los ojos y disfruta: tu globo se aleja de ti, pero se va para ser más feliz. Y tú tienes que ser feliz porque ahora lo que él tiene es mejor y más de lo que tenía estando contigo.
Mis ojos siguieron en silencio el viaje de aquel globo hasta que, después de ser un minúsculo punto negro contra el blanco de una nube, desapareció.
– ¿Y qué pasa ahora? -pregunté curioso, más que triste.
– No podemos saberlo. Sólo confiar en que su viaje esté lleno de bonitas experiencias -respondió mi padre tomándome la mano y haciéndome continuar el paseo. No hablamos más durante el resto del trayecto hasta el hospital. Pero mi padre me agarró por el hombro cuando llegamos al lado de la cama donde mi abuelo estaba. Me besó la cabeza y me dijo:
– Piensa en el globo.
– ¿Por qué?
– Porque lo mismo pasa ahora con mi padre, tu abuelo. Vamos ver cómo se va y vamos a ser felices por eso, ¿vale?
– Vale – dije con decisión, afirmando con la cabeza. Apreté la mano de mi padre y me senté sobre sus piernas. Me abrazó y esperamos. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí, pero sé que no hablamos y entonces, en algún momento, mi padre me dijo: ya está, vámonos.