Un regalo

Con la edad y el Alzheimer avanzando poco a poco, al abuelo se le escucha hablar cada vez menos. Pero siempre que noto que se enciende de nuevo el brillo de sus ojos, siento a mi hijo en sus piernas. El nieto ya sabe lo que quiere y el abuelo, en ese momento, recuerda lo que el niño quiere escuchar. Y sonríe un poco arrugando la piel cuarteada por los años de sol y sal vividos más allá de la costa.

– Con diez cañones por banda… -empieza el abuelo.

– No cuela – interrumpe el nieto riendo-. Abuelo, no cuela.

– Es su broma, de los dos. Sirve para romper el hielo y la lengua del abuelo suelta amarras.

Tu abuela me dijo: «vas a ser padre» y entendí: «no se te ocurra dejar que el mar te lleve». «¡Voy a ser padre!» contesté sorprendido y ella entendió: «no dejaré que nada me impida criar a este niño». Ella me abrazó sonriendo y me besó con sabor a «lar».

Llegamos al Gran Sol, la pesca era buena y el tiempo clemente. Un día, entre las redes, apareció una foca, ¡grande como nunca vi una en mi vida! «Terma dela», «tira da rede», «mellor corta aí». Se resistió y, cuando terminamos de soltarla, tenía cortes por las redes en varias zonas y apenas pudo moverse hasta una zona libre de aparejos en proa, agotada. «¿Y qué hacemos con ella?». «Voy a darle agua y algún pez, que coja fuerzas» dije yo. Más allá del horizonte, el sol se escondía y de la cocina empezó a salir un olor apetitoso.

Tras la cena, salí a la noche y me acerqué a proa. El mar estaba en calma y la luz de la media luna iluminaba con plata la cubierta, pero no vi la foca. Me acerqué más, imaginando que tal vez había recuperado fuerzas y saltado de vuelta al mar. Cerré los ojos para sentir un momento la brisa en la cara; el salitre se pegaba a mi piel y mi barba. Y entonces, cerca de mi oreja, oí: «Gracias». Tan sutil que pensé que había sido el sonido del agua contra el casco. Sacudí la cabeza, abrí los ojos y sonreí.

Recogí un pez que la foca parecía haber dejado y me acerqué a babor para tirarlo. Otra vez: «Gracias». Está vez lo oí claramente. Miré a mi alrededor. No había nadie. Miré por la borda. Entre las sombras del mar y los brillos de la luna, se recortaba una silueta. «La foca – me dije-, que habrá hecho algún ruido». Sonreí y, no sé muy bien por qué, levanté la mano a modo de saludo. La silueta se sumergió y me giré para regresar al camarote. Pero, al ir a dar un paso, el mar restalló y el salpicar del agua me empapó entero. La sorpresa de verme chorreando fue enorme, pero minúscula comparado con la de encontrarme frente a una mujer que extendía su mano. Alargué la mía y la cogió suave pero firmemente, hasta que saltó tirando de mí con fuerza.

Caímos al agua y empezó a llevarme hacia el fondo. Cerré los ojos, contuve la respiración. Debería sentir pánico, pero el tacto de aquella mano extraña me transmitía calma. Debería sentir asfixia, pero me di cuenta de que llevaba ya un rato respirando. Y me atreví a abrir los ojos. La oscuridad era casi total y lo único que podía ver era parte del cuerpo que me arrastraba, brillando con un resplandor suave que parecía luz de la luna, y un punto luminoso a lo lejos que se acercaba.

El punto se hizo más grande y empezó a alargarse hasta parecer más una línea junto a la que se dibujaba una enorme y musculosa forma.

Gracias por cuidar de mi hija, humano, y por aceptar acompañarla hasta mí. Recibe este regalo como muestra de mi eterno agradecimiento.

Recogí en mi mano lo que me daba, sin entender ni saber lo que decir. Solo incliné la cabeza a modo de suave reverencia, sentí que era lo que tenía que hacer.

La mano del abuelo tiró de la cadena que llevaba al cuello hasta sacarla por encima de su cabeza.

– Cuídala.

– ¡Lo haré! ¡Gracias, abuelo! – responde el nieto y le dio un beso en la mejilla.

El nieto se baja de sus rodillas mirando el colgante que ha recibido, una estrellita de mar dorada aferrada a una pequeña roca de plata. Sus ojos brillan mientras se aleja a enseñarle a su madre el regalo. En los ojos del abuelo, el brillo se va de nuevo, tal vez junto a aquella mano que lo llevó al fondo del mar.

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