Retazos de lo que queda atrás
La llegada de la primavera era recibida con la rutina fruto de la inercia del invierno: aunque ya brillaba el sol, por la calle circulaba gente aún cubierta por su abrigo oscuro e invernal, cogido del perchero con el gesto automático de quien durante meses sabía lo que le esperaba al otro lado de la puerta de su casa.
Y seguía pasando el tiempo, la primavera avanzaba y el gesto monótono alcanzó ya el estado de fosilizado. Todo se había impregnado del olor a humedad y la ciudad misma parecía verse cansada de estar cubierta de charcos y oculta bajo las nubes grises.
Por eso, un día, entre charcos y sombras grises, la gente que paseaba por la plaza del mercado descubrió que más allá del mango de sus paraguas y de la marea de piernas en movimiento, algo permanecía quieto. Algunos siguieron su camino pero otros se pararon a mirar llamados por la curiosidad. Y lo que vieron los dejó asombrados: entre la multitud, un joven se había parado y miraba al cielo. LLevaba por atuendo unas chancletas, un bañador y gafas de sol. En su mano sotenía una cuerda con un nudo atado al final.
De repente, empezó a girar el brazo y la cuerda empezó a volar alrededor. Flexionó sus piernas un poco y al mismo tiempo que la estiraba lanzó el brazo y la cuerda salió despedida en dirección al cielo. Un metro. Dos. Y cayó entre la gente.
Alguien que no había prestado atención protestó al sentir el golpe de la cuerda contra su paraguas pero el joven simplemente empezó a recoger la cuerda y repetió de nuevo el proceso. Tras unos cuantos intentos, varios curiosos empezaron a dispersarse. Pero uno de los que se fueron, regresó al mismo lugar cuando acabó de trabajar. Y se encontró a ese joven, con su cuerda al lado sentado un fumando un cigarro mientras recuperaba fuerzas. Y, sin decir nada, este hombre se quitó la americana, se la dio al joven y tomó la cuerda. Giró el brazo, flexionó las piernas y al estirarlas lanzó la cuerda. Un metro. Dos. Y la cuerda volvió a caer.
Una chica que volvía de tomar unas cervezas con sus amigas en un bar cercano se paró a mirar. Ya había anochecido y entre la penumbra de las farolas que medio iluminaban la plaza vio a un oficinista y un veraneante charlar, sentados en el suelo, el primero enrollando una cuerda y jugando con ella entre sus dedos mientras el segundo calaba su cigarro, con unas gafas de sol en la cabeza y los colores estridentes de su bañador. Esta chica se acercó curiosa y confiada y el hombre de camisa le mostró cómo usar la cuerda. Giró el brazo, flexionó las piernas y al estirarlas lanzó la cuerda. Un metro. Dos. Y la cuerda volvió a caer.
Ella lo intentó también. Varias veces. Giró el brazo, flexionó las piernas y al estirarlas lanzó la cuerda. Un metro. Dos. Y la cuerda volvió a caer.
– ¿Qué estamos haciendo? – preguntó mientras regresaba recogiendo la cuerda.
El chico de la camiseta tomó la cuerda y la lanzó. Fue a recogerla y al volver respondió:
– Yo intento recuperar el verano pasado, cuando mi vida era tan diferente que ya casi no me reconozco ahora.
– Yo intento alcanzar mi juventud -añadió el segundo hombre- cuando creía que podía con todo pero acabé viviendo en la facilidad de una rutina.
– Y tú ¿qué quieres alcanzar?
– Supongo que me gustaría traer de nuevo esos años en que todo me parecía perfecto en mi vida. No sé cuándo, pero en algún momento todo empezó a cambiar y ya no sé qué hacer. Nada se parece a aquellos días.
– Entonces lanza la cuerda de nuevo.
– Pero -protestó la chica- la cuerda siempre está vacía, por más que la tiréis nada de eso que decís volverá a vuestra vida. Como mucho, sólo se ensucia cada vez más al caer al suelo.
– Precisamente por eso la tengo. Porque este gesto me recuerda que el pasado no se puede atar y retener ni mucho menos recuperar. En este momento de mi vida todavía no puedo aceptar lo inevitable. Pero lanzo la cuerda y cada vez soy más consciente de que no sirve para nada luchar por recuperar el pasado. Espero el día en que ya no necesite intentar alcanzar ese verano, el día en que mirar atrás no me impida abrir los ojos a lo que está por venir, el momento en que soltar la cuerda me libere del miedo a perder lo que tuve, del miedo a descubrir algo mejor tal vez.
Sonrió y tomó en sus manos la cuerda que la chica le tendía.
Algún día dejaría esa plaza. Algún día la gente que día a día se sumaba a su ejercicio también poco a poco daría el paso y dejaría atrás ese pasado, esa cuerda que a nada se puede atar. Algún día. Algún día antes de lo que imaginaba.