Fabula de la espina o de las cosas dolorosas y qué hacemos con ellas
Caminaba un día más. El camino era el mismo pero un dolor en el pie lo incomodaba. Se sentó a mirar y al comprobar su pie descubrió que tenía una herida y en ella se había clavado una astilla. Sin duda de alguna rama que había pisado sin darse cuenta. Cerró los ojos y meditó. Vio cómo continuaría su viaje según la decisión que tomara.
1. El recordatorio
Se puso en pie y caminó. El dolor estaba ahí pero no era tan intenso que le impidiera dar un paso más. Continuó su viaje, la astilla se hundió en su carne y la piel creció dura y la cubrió. Cuando un día intentó verla y tratar de arrancarla, era demasiado tarde: estaba tan dentro y tan profundo que debería cortar su piel y carne para alcanzarla. A veces se armaba de valor y lo intentaba, cortaba y abría pero el dolor era tan insoportable que no conseguía terminar el proceso y se negaba a sufrir tanto por algo que estaba ahí pero que, en realidad, dolía menos dejándolo que sacándolo.
Llegado un punto del viaje, el dolor sólo aparecía ocasionalmente. El dolor le recordaba que debía prestar atención al camino si no quería herirse de nuevo. Pero el dolor también le hacía caminar más despacio, tardaría más en llegar a su destino.
2. El olvido
Colocó el pie herido sobre su otra pierna y con paciencia y cuidado, fue presionando con las uñas de los dedos a los lados de la herida. Cada presión producía dolor, pero poco a poco la astilla empezó a salir de la carne. Presionó más fuerte, lleno de dolor y cuando la astilla asomaba lo suficiente, la tomó entre sus dedos y dio un fuerte tirón para arrancarla. Gimió de dolor, se agarró la herida de la que ahora brotaba sangre y respiró profundo. Cuando remitió levemente el dolor y el sangrado cesó dejando sus dedos manchados de rojo, miró la astilla. Era realmente pequeña. Se preguntó cómo algo aparentemente tan insignificante había podido dolerle tanto y la lanzó a un lado.
Se incorporó, comprobó que al caminar no sentía dolor y siguió su viaje. Con el paso de los días olvidó la astilla. Olvidó el dolor. Olvidó que por no prestar atención se había herido y entonces volvió a herirse de nuevo. De nuevo había pisado donde no debía. De nuevo el dolor le paralizaba. De nuevo tendría que sufrir si quería seguir su camino. De nuevo, porque había olvidado.
3. La espera
Se sentó al borde del camino y esperó. Pronto alguien pasaría y podría ayudarle a sacarse la astilla. O tal vez le ayudaría a caminar y así podría seguir su viaje cojeando.
Pero nadie pasó por allí. Y la espina se quedó clavada en él y él se quedó clavado en ese punto de su camino.
Terminó su meditación. Abrió los ojos y supo lo que tenía que hacer.
No esperó, continuó su camino sintiendo el dolor en cada paso, dispuesto a no olvidar que debía prestar atención a sus pasos.
Pasados unos días, encontró en el camino a otra persona. Casualmente tenía consigo una afilada navaja y agua. Lavaron la herida y con el filo cortaron delicadamente la piel endurecida que había cubierto la astilla. El caminante sudaba de dolor pero su mano podía apretar la de aquel que le ayudaba y eso le reconfortaba.
El segundo viajero tomó un pedazo de tela, vendó la herida y prometió una rápida recuperación. Con una sonrisa recibió los agradecimientos del caminante y continuó su viaje.
El caminante retomó la marcha, primero un poco más lento debido al ligero dolor pero pronto con paso firme como antes: sólo que esta vez sin olvidar prestar atención a donde pisaba. Sin olvidar el dolor que sufrió al arrancar la astilla. Sin olvidar la ayuda recibida.
Y agradeció la lección aprendida.