Luna

Había una vez en Inglaterra una niña que vivía en la casa de dos campesinos.
Le habían puesto de nombre Luna, porque el día en que se la encontraron en la puerta de su casa, en una cesta, la Luna brillaba llena.
Ella no sabía que así era cómo había llegado allí, sus padres nunca le contaron nada, así que era totalmente feliz con aquella familia. Se sentía querida.
Sin embargo, al cumplir los 16 años, aquello empezó a parecerle demasiado pequeño.
Luna cuidaba las gallinas pero tenía la mirada perdida entre las nubes. Cepillaba a los caballos pero pensaba solo en qué habría más allá de aquel campo.


Justo a la mañana siguiente de su 16 cumpleaños, decidió subir al desván de la casa y volver a mirar sus viejos juguetes. Pero esta vez, entre aquellos peluches gastados, apareció una brújula.
La cogió tratando de recordar cómo la había conseguido. Miraba su brillo, le dió vueltas,  la frotó… Y nada, no le venía ningún recuerdo a la mente.

La guardó en el bolsillo y bajó a ayudar en la cocina.
Por la noche, mientras dormía, la despertó un calor en el muslo. Se tocó el bolsillo y sacó la brújula. Esta brillaba tanto que daba calor. Luna la miró y descubrió que la aguja estaba vibrando indicando una dirección.
Trató de volver a dormirse pero no lo consiguió. Así que decidió empaquetar alguna de sus cosas.
Al amanecer, escribió una despedida, cogió algo de comer y se echó a caminar.
Llevaba la brújula en la mano mientras seguía un camino que serpenteaba junto al río y por un bosque.
Sus ganas de explorar eran más fuertes que sus miedos.
El caso es que el camino se acabó, pero la brújula seguía indicando. Así que se metió al bosque. Y siguió caminando.
Y se acabó el bosque, empezaba a inclinarse la falda de la montaña. Pero siguió caminando, la brújula no dejaba de vibrar.
Por fin, la brújula empezó a mostrarse menos nerviosa.
Luna levantó la vista y descubrió que una cueva se abría ante sus ojos, entre dos enormes rocas.
Tembló. Y no solo de frío.
Pero dió un pasó y se adentró en aquella oscuridad. Cuando, tras unos segundos, sus ojos se adaptaron a la oscuridad, comprobó que la brújula, con su brillo podía mostrarle el camino.
Por suerte, no tuvo que caminar mucho. Tras doblar una esquina, una figura apareció ante ella.
¡Casi se cae al suelo del susto!
Corrió, pero pronto se dio cuenta de que no oía pasos tras ella, así que se paró, se giró, y volvió de nuevo al interior.
Al doblar la esquina despacio, la luz de la brújula iluminó la figura.
Un enorme oso de las montañas se alzaba ante ella tallado en la roca.
Se acercó y la observó.
Por algún motivo, decidió pegar su oído al pecho de aquel oso.
¿Crees que oyó algo?
De la piedra salía un golpeteo rítmico, muy grave, vibrante.
¡El corazón de aquel oso estaba palpitando!
Luna no sabía qué hacer. Se tensó frente a la estatua y tras unos segundos descubrió que le dolían los dedos. Había estado apretando la brújula con todas sus fuerzas.
En ese momento supo lo que tenía que hacer.
Cogió la brújula con las dos manos y se la llevó al pecho.
Dió un paso al frente, se pegó a la estatua y la abrazó. Entre aquel oso y ella solo estaba la brújula.
Un calor muy intenso le llenó el pecho.
Una luz cegadora manó de aquel objeto, llenó la cueva y luego, súbitamente, desapareció.
Junto a los pies del oso, Luna yacía desmayada.
Cuando despertó, se sintió muy pesada. No podía casi abrir los ojos.
Trató de incorporarse, pero el torso le pesaba demasiado. Los brazos le pesaban demasiado. Se apoyó en el suelo con las manos y descubrió que así estaba más cómoda.
Empezó a moverse, poco a poco. Paso a paso, manos y piernas, consiguió llegar a la salida de la cueva.
Estaba agotada, así que se dejó caer de lado en la hierba. Amanecía.
Jadeó varias veces y, cuando recuperó el resuello, volvió a intentar abrir los ojos
Lo consiguió. Pero lo que vio le hizo desear no haberlos abierto.
Ante sus ojos tenía las zarpas peludas de un oso. Al bajar la mirada, comprobó que una capa de pelo castaño le cubría el tronco, las piernas… ¡Y al final se estiraban unas  enormes y afiladas uñas
Luna… ¡Era un oso!
Su alma se había unido a la contenida en el tótem de la cueva.
Corrió por el monte, corrió hasta llegar al bosque y corrió por el camino.
Las lágrimas la cegaban. Pero empezó a oír cada vez más ruidos. Y luego gritos.
Descubrió que había llegado a la ciudad. Estaba en Oxford y la gente huía de ella.
Trató de decirles que no debían tener miedo pero de su boca solo salían bramidos que asustaban aún más a aquellas pobres gentes
Sintió uno, dos, tres pinchazos y su vista se nubló. Cayó desplomada.
Cuando despertó, estaba en una jaula, rodeada de otros animales también enjaulados.
– ¿Cómo te llamas?
Sonó una voz cerca de ella.
Luna miró alrededor pero no vio a nadie.
– Sí, la nueva. ¿Cómo te llamas?
Sintió un tirón en el pelo de una de sus patas delanteras.
Miró y descubrió que una nutria le estaba mordiendo el brazo.
– ¿No sabes hablar? – Insistió la nutria.
– Soy una osa, no puedo hablar.
– Pues yo te oigo muy bien – dijo la nutria y rompió a reír
– ¿Puedes oírme? ¿Me entiendes?
– ¡Pues claro! Igual que tú a mí.
Luna se dió de cuenta de lo obvio. Había entendido todo el rato a aquel animal.
– Tienes que hablar con el viejo… Esto… ¿Cómo has dicho que te llamas?
– Luna.
La nutria se marchó y volvió al rato acompañada de un tejón enorme.
Luna le contó su historia y el tejón le explicó lo que sabía. El tótem le había enviado la brújula para que lo liberara. Ahora ella debía resarcir la deuda que los humanos habían adquirido con él al acabar con su especie.
El tejón continuó explicando que aquel espíritu del tótem era un ser dual.
Que igual que a ella, humana, la había transformado en oso, también debía existir un oso joven transformado en humano.
Aquella noche, Luna soñó cosas muy extrañas de osos, humanos, pieles, ríos… Pero al despertar tenía la sensación de haber conocido a alguien.
Durante semanas, Luna fue con el circo de pueblo en pueblo.
El dueño era exigente, pero respetaba a sus animales y los cuidaba.
Sus compañeros le contaron historias de otros circos donde los animales pasaban hambre y mil penurias. Todos ansiaban la libertad, pero sabían que habían tenido suerte.
Un día, durante el espectáculo, mientras Luna caminaba sobre un enorme balón de playa, un chico saltó a la arena. Luna se asustó y se cayó del balón.

Al incorporarse, todo sucedió muy despacio.
Ante ella vio la cara que había soñado. A su alrededor, el pánico se extendía por los rostros del público y el caos se desataba entre los animales.
Se giró y se preparó para echar a correr.
Sintió que un peso se colocaba en su grupa. Bajó la cabeza y corrió hacia la salida de la carpa.
Corrió más allá del campo donde habían establecido el circo.
Corrió hasta el bosque.
Corrió hasta la montaña.
Y allí, agotada, cayó rendida.
El joven se bajó de su grupa. Le acarició el pelaje y empezó a preparar un fuego.
Luego, pegó su cuerpo al de la osa, que lo rodeó con una pata.
Luna se durmió con el olor de aquel joven y sintiendo el latido de aquel corazón.
La luz de amanecer la despertó.
Sintió que algo había cambiado. Se sentía más ligera. Abrió los ojos.
Su brazo rodeaba el cuerpo de un joven.
El pelo y las garras habían desaparecido.
Su piel se pegaba a las ropas del joven.
¡Su piel! ¡Estaba desnuda!
Una súbita sensación de vergüenza la invadió. Se quedó de piedra. Entre sus brazos, el joven empezó a moverse. Se giró y quedó tumbado cara a cara con Luna.
– Hola.
– Hola -acertó a responder Luna, que ya se perdía en aquellos ojos intensos llenos de azul y verde.
La mano del joven peinó la melena de Luna por detrás de su oreja. Sus ojos no se apartaban.
– Soy yo.
– Lo sé – susurró Luna.
Se besaron. Despacio, delicadamente. Un beso que supo a esperado durante mucho tiempo.
No separaron sus labios más. Empezaron a acariciarse. Sus manos recorrían la piel, explorando al otro pero sabiendo que ya lo conocían.
Rodaron entrelazados.
El sol se levantó.
La luz dorada del amanecer fue la sábana bajo la que hicieron el amor hasta caer rendidos de placer, perlados de sudor que brillaba al sol.
– Soy tuyo.
– Soy tuya.

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