Rosa

A veces la gente se casa. Yo no lo entiendo del todo, pero el hecho es que hay bodas. Y a cierta edad, ya hay al menos cada año un amigo que se casa. En mi caso, este año ya he ido a tres bodas. En verano. Así que mis vacaciones soñadas viajando lejos de aquí tendrán que esperar.

De las tres, una, sin duda, la recordaré siempre. Y no, ya lo anticipo, no es por eso de que «de una boda sale otra» y me haya pasado a mí.

Se casaba un amigo, Álvaro, compañero de trabajo y una persona excelente, con su novia polaca en Logroño. La boda, como todas las bodas buenas, se puede resumir en la manida frase «muy bonita, la comida abundante y la novia muy sencilla» (añadiendo «y los polacos muy majos, aunque ¡hay que ver cómo beben!»).

El caso es que aparte de al novio y un par más de compañeros que acudieron (con sus respectivas), no parecía conocer a nadie más. Así, al primer vistazo al entrar en la iglesia, no reconocí a nadie que no fueran los mencionados antes. No es que hubiera muchos invitados, pero sí los suficientes como para no poder ver bien a todos los presentes. Bueno, la ceremonia bien y, al salir, coche y al hotel donde sería la comida.

Sentado ya en la mesa y empezando a probar el vino pude fijarme mejor. No en todos, que despaché con un vistazo, sino en las chicas, naturalmente. Descartadas las abuelas, madres, hermana y primas pequeñas, quedaban las amigas y, de estas, tenía que descartar a las que estaban con su +1 o eran +1 de alguien. Un filtro complicado pero necesario si se quiere sobrevivir sin ofender a alguien.

Lo dicho, me fijé en ellas. Creo que quedaron tres o cuatro; no sé porque una de ellas se llevó toda mi atención. Dama de honor. Vestido tipo túnica, vaporoso, rosa pálido, delicado, y en la cabeza una corona de flores (supongo que sugerida/impuesta por la novia a las damas de honor). Su pelo negro, en un peinado sencillo, resaltaba sobre el rosa de la tela y el azul y verde del paisaje que se recortaba más allá de la mesas, tras el techo de la carpa. La cara, enmarcada por el pelo, mostraba una sonrisa terriblemente dulce bajo una pequeña nariz deliciosa y unos ojos que aumentaron su brillo a medida que la botella de vino se iba acabando.

Evidentemente, la miré mucho. Tal vez demasiado, creo ahora que me doy cuenta de todos los detalles que recuerdo. Y, evidentemente también, ella en más de una ocasión se dio cuenta de que la miraba. Lo que no puedo decir es si su rubor se debió a mi mirada o al vino. Por desgracia (o por suerte, creo) la distancia entre nuestras respectivas mesas impedía cualquier comunicación. Verbal al menos y, bueno, por gestos no pensaba intentarlo.

El caso es que se acabó la comida, se acabó el postre y empezó la música y la barra libre. El Dj no lo hacía mal, se ve que conocía bien cómo somos y que solo las abuelas bailan al principio, mientras los jóvenes calentamos motores. Las damas de honor (de nuevo, no sé si por sugerencia o imposición de la novia) fueron las primeras en dar movimiento a la pista de baile al ritmo de uno de estos éxitos del verano. Ver a aquella preciosidad de pelo negro bailar, contonenándose bajo la tela unas curvas peligrosas y tentadoras, me hizo apurar mi gintonic y pedir uno más. Reía. Movía la cintura. Enseñaba pasos a los pequeños o imitaba la coreografía que las pequeñas le enseñaban.

Estaba preciosa. Era preciosa. Se veía simpática y amable. Y su cara, ahora que podía verla mejor, empezaba a resultarme familiar. Pero claro, tras el vino abundante y dos copas, yo ya no estaba muy seguro de si me parecía conocida de antes o solo tenía esa impresión por haberme pasado casi tres horas mirándola.

Dejó de bailar. Se acercó a la barra. A la zona donde yo estaba. A mí. Acabó acercándose a mí. Confieso que viví un instante de pánico cuando entendí que iba a dirigirme la palabra. No es que yo sea tímido, pero tampoco soy un derroche de soltura. No sé si me explico bien. Me habló. Respondí «¿Perdona?». Repitió, riendo » ¿J?». «Sí». Mi cara de póker no funcionó. «No me recuerdas, está claro». Mi » Tierra, trágame» debió de sonar también fuera de mi cabeza. «Soy P. -repitió- P. Del instituto».

Me quedé de piedra dentro de mí se libraba una batalla entre la sorpresa, la alegría, la emoción, la vergüenza y no sé cuántos frentes más.

Salí del trance al sentir sus dos besos y ella tuvo la deferencia de fingir que intentaba pedir una copa para darme tiempo a procesar todo. ¡P…! ¡Del instituto! Igual hacía más de quince años desde que nos vimos por última vez… Corrieron por mi mente recuerdos de clase, de conversaciones, del par de noches que coincidimos de noche, de aquella excursión a Extremadura… P. Preciosa entonces y aún más preciosa ahora. Un vistazo rápido y discreto a su espalda y más abajo me dejaron claro que estaba espectacular.

Se giró y me miró dando un sorbo a su copa. Yo me concentré en sus ojos y obligué a los míos a no comprobar su escote. Sonreí, conseguí articular un par de cumplidos y su risa dio paso a una charla para ponernos al día rápidamente, charla que pronto desembocó en los recuerdos del instituto y nos envolvió en una nostalgia que ella supo alejar obligándome a salir a bailar.

Di gracias mentalmente a aquella exnovia por la que me había apuntado a clases de baile en su día. Aunque no llegué a bailar con ella, ahora mi cuerpo se movía, más o menos, al ritmo de la música (por lo menos, mejor que el de otros de los que bailaban). Las luces, su sonrisa, su cuerpo cerca con la bachata, su olor… Yo sentía un calor que, claramente, no se debía al baile o al ambiente de la carpa. Yo había deseado a aquella chica durante todos mis años en el instituto. ¡Y ahora la tenía en mis brazos!

No sé cuánto bailamos, pero los tacones no perdonan y ella necesitó un descanso. Salimos de la carpa, nos sentamos en un banco y la dejé descansando mientras iba a por algo de beber.

Al volver, tuve que pararme. El banco se recortaba contra el atardecer y el rojo del cielo se fundía con su vestido mientras la brisa bailaba su pelo. Respiré hondo y terminé mi camino. Me senté a su lado ofreciéndole su copa. Brindamos mirándonos a los ojos y bebimos sin despegar nuestras miradas. Nos dijimos tanto sin abrir los labios que el siguiente sorbo tuvimos que darlo mirando al sol esconderse, dejando que aquellas palabras dichas en silencio nos llenaran.

Cuando volví a mirarla, su cara se volvía hacia la mía. Despegué los labios un milímetro, para decir algo, pero no sé qué porque ella me paró posando un dedo sobre ellos y el resto de la noche existió ya solo para nosotros y para que nuestros cuerpos saciaran aquel hambre guardada durante tantos años.

Despertar a su lado, mirarla, besarla y continuar la conversación piel a piel que el sueño había interrumpido.

La tengo aquí, muy dentro; y ya la necesito para siempre.

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