El charco

Era un día normal. Casi soleado después de varios días de lluvia. Y yo caminaba un tanto distraído, intentando averiguar si el sol conseguiría hacerse un hueco más grande entre las nubes o no.

Y se acabó la acera. Tuve que pararme y mirar. Ante mí estaba yo, en suelo. Reflejado en un enorme charco. Me hizo gracia verme. Me gustó. Pero tenía que llegar al otro lado.
La verdad es que pensé en rodearlo, no sería muy complicado, sería más seguro… sería menos divertido. Así que intenté calcular velocidad y fuerza que necesitaría para superarlo con éxito. En realidad, tardé poco tiempo en darme cuenta de que no alcanzaría el otro lado. Era inevitable. Pero una parte de mí no se resignó a aceptar esa realidad. Pensé:

«Ya antes has intentado saltar otros charcos». Y eché cuentas… y comprobé que, en realidad, las veces anteriores que lo había intentado, había caído.

Pero también pensé:

«Que hayas caído antes en un charco, no significa que tengas que volver a caer. Y has aprendido algo las veces anteriores».

Así que, decidido a tener éxito esta vez miré, corrí, dí un paso en falso, dudé una vez, retrocedí y salté.

Y volé.

Volé con los ojos cerrados y sentí la brisa en mi cara. Sentí la ingravidez por un momento. Llegué incluso a verme reflejado y comprobé que en mi cara estaba dibujada una sonrisa.

Y finalmente, ese instante ingrávido terminó.

Terminó como termina una buena película cuando por accidente se quema el rollo. Siempre arde en el mejor momento, cuando mejor está la historia.

Terminó, mi mágico instante de sonrisa aérea. Terminó como se termina el sueño del que va primero en una carrera y descubre, a escasos metros de la llegada, que ya no le quedan fuerzas para otra cosa que no sea desmayarse.

Terminó mi salto. Y caí, no sólo de vuelta a la realidad, sino completamente en el fondo del charco. Y al mirar, sólo vi mierda. Barro. Agua sucia que empapaba mis piernas, salpicaba el resto de mi cuerpo y me hacía sentir inútil, patético, absurdo.

Lentamente salí de aquel pozo de desilusión. Pero siento mis pantalones cargados, pesados… siguen cargados de aquel barro, de aquella mierda… y no sé cuánto tardarán en secarse y dejarme volver a caminar tranquilo, distraído, mirando al cielo para ver si el sol ha conseguido hacerse un hueco entre las nubes para calentar tibiamente mi frente.

 

 

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