Primavera mortecina

Ha salido a pasear. Necesitaba respirar, huir de las cada vez más pequeñas paredes de su casa que parecían haber encogido a medida que caía la noche.

Ha salido a pasear o tal vez a escapar. La temperatura baja como baja la luz y las sombras crecen tanto en las esquinas de la calle como dentro de ella. Se lleva tras la oreja una y otra vez un mechón de pelo que le cae sobre la cara cada unos pocos pasos, cuando la brisa lo mueve. Repite el gesto incluso cuando no hay mechón, tal vez sólo por acariciarse la cara con la tela de la manga que estira tratando de no enfriarse mientras con el otro brazo se protege el pecho. O tal vez intenta secarse las lágrimas que han corrido por su cara desde que pisó la calle. Rumia la uña de su pulgar y trata de que su aliento le caliente la mano. Cierra en su puño la rebeca y la aprieta contra su cuerpo.

No puedo. O no debo. Pero tengo que hacerlo. Ya no puedo más, no así, ya no. Debería seguir caminando y no volver atrás. No, no. No puedo hacer eso. No puedo. Pero tengo que hacerlo. Me lo han dicho y creo que tienen razón; será mejor.

La luz intermitente de alguna farola la ilumina y ve el vaho que se forma ante su cara cuando respira. Se arrebuja en su rebeca, desgastada por el tiempo y la vida, y estira la falda de su vestido de vez en cuando, tratando de cubrirse un poco más las piernas con la tela fina y evitar el frío. Esas flores ya pálidas después de tantos lavados resultan en una especie de primavera mortecina. Camina despacio, así que no entra en calor y su cuerpo se ve aún más blanco cuando algo de luz la alcanza.

Si pudiera de verdad alejarme. Pero ¿cómo desaparecer? ¿Cómo no volver? El amor está ahí, lo sé, lo siento. Ahora que me alejo siento frío, con él nunca.

Las calles se cruzan, las esquinas se multiplican, las sombras se estiran como brazos siniestros, como si la oscuridad se desperezara; y ella arrastra por la acera húmeda sus zapatillas años antes rosa, antes de salir de casa viejas y ahora sucias de polvo y mojadas tras pisar los charcos que un camión de limpieza ha dejado. Frente a ella, a la derecha, un callejón devora con ansia la luz que lo alcanza y en la oscuridad parece que algo se mueve. Una rata, un gato hambriento, un vagabundo; ella no tiene ojos para ello, sus párpados están abiertos pero sus ojos no ven.

En sus ojos. Sí. Puedo verlo en sus ojos. Ese calor de antes sigue ahí. Es sólo que él lo esconde. Pero ¿por qué lo esconde? Soy yo, soy la persona en la que más confía ¿o ya no confías en mí? ¿Has dejado de verme como tu mejor amiga? ¿Has dejado de quererme?

Sus pasos se acercan al callejón. Un ruido amortiguado o simplemente lejano. El sonido de bolsas de plástico, tal vez movidas por el aire de la noche o tal vez por un perro buscando comida o algo con lo que jugar.

Y de la sombra brota una sombra. Lentamente, como se abren las flores, solo que estas se abren al contacto con la luz y aquella se despliega en la oscuridad.

Me quieres. Lo sé. Y yo te quiero a ti. No podemos hacernos esto. No puedo hacerte esto.

Se detiene ante la oscuridad de su derecha. Al final de la calle, nada más que bloques de tres o cuatro pisos, ladrillos a la vista y ventanas cerradas y oscuras. Levanta la vista hacia la luz de la siguiente farola, lejana, una luz amarillenta que podría ser la de aquella luna bajo la que alguna vez ella y él se besaron, tiempo atrás, cuando no sólo había primavera en su vestido sino también en su piel, sus ojos y su corazón. Cierra los ojos con suavidad. Respira. Siente un nuevo escalofrío por el frío. Decide.

Perdón. Ya vuelvo. No sé qué me ha pasado. ¡En qué estaría pensando! Soy tonta. Soy tonta, lo sé. Perdona, ya voy. Estaré cuando regreses, esperándote bajo las sábanas para que me abraces. Te quiero y te necesito. Y sé que tú a mí también.

El surco seco de las lágrimas que había derramado mientras cruzaba la puerta se rompe, una sonrisa se gesta en su rostro. El frío es un poco menos frío al calor de la certeza de su decisión. Y, con los ojos todavía cerrados, pues apenas está parpadeando despacio, empieza a girarse.

Esta noche he llegado más lejos que la anterior, cariño, pero me alegro haberme dado cuenta de lo equivocada que estaba al salir por la puerta, amor mío.

Un grito. Un insulto. Un insulto. Una voz conocida, un tono que le ya muy familiar. Abre los ojos. Empieza girar la cara hacia la oscuridad del callejón. Un golpe en la cara, sólido, una mano grande cerrada con rabia. Un golpe en la espalda. No puede respirar. Un golpe en el estómago. Se vacían sus pulmones por completo. Palabras de odio que se amontonan en sus oídos y que hieren incluso más que estos golpes. Una voz teñida de asco y repugnancia como de sangre se tiñen los ojos de ella cuando la fractura del cráneo deja de contener la hemorragia. Se desploma. Trata de protegerse de la caída y apoya las manos en la acera. Una bota se clava en su estómago. La misma bota vuelve, le rompe un labio y tuerce su cuello lanzándola a un lado. Se derrumba. Sus fuerzas, todas las que puede reunir, se concentran en proteger y dar calor a su vientre, a esa semilla inverosímil de 12 semanas. Siente el sabor metálico de la sangre y el frío del suelo contra su piel, el olor a humedad y a su hombre.

Yo sí te quería. Yo. Sí. Os quería.

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